La historia de la Argentina es la historia de sus oportunidades perdidas, de lo contrario no se podría entender cómo el que fuera durante buena parte del siglo XX uno de los países más ricos del mundo lleva ya más de 70 años cayendo a altísimos niveles de pobreza. Y la historia de sus oportunidades perdidas se entiende analizando la historia de los consensos derrochados por sus líderes políticos. La pandemia de coronavirus no hizo más que sumar otro trofeo a los campeonatos argentinos de derroche de consensos y expectativas favorables.

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Informe estratégico sobre Argentina

Número 76 17 de noviembre 2020

Pandemia y comunicación: Por qué el coronavirus en Argentina sumó otra oportunidad perdida para salir de la crisis

La historia de la Argentina es la historia de sus oportunidades perdidas, de lo contrario no se podría entender cómo el que fuera durante buena parte del siglo XX uno de los países más ricos del mundo lleva ya más de 70 años cayendo a altísimos niveles de pobreza. Y la historia de sus oportunidades perdidas se entiende analizando la historia de los consensos derrochados por sus líderes políticos. La pandemia de coronavirus no hizo más que sumar otro trofeo a los campeonatos argentinos de derroche de consensos y expectativas favorables.

Por Diego Dillenberger (Sociólogo, editor de la revista Imagen y conductor de La Hora de Maquiavelo)

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Un poco de historia cercana: el anterior presidente Mauricio Macri había asumido su mandato con más de 70 por ciento de imagen positiva y una aprobación de su incipiente gestión casi tan alta. Había prometido “pobreza cero”, “inflación de un dígito” y muchos puestos de trabajo e inversiones. No pudo cumplir ninguna de las tres promesas.

Su sucesor, el actual presidente Alberto Fernández, fue más modesto y prometió solo “encender la economía”. No esperaba la pandemia de coronavirus, obviamente.

Pero si bien la crisis sanitaria mundial le puede servir de excusa para explicar por qué la economía no se “encendió”, la pandemia, en realidad, nos está explicando cómo ha desperdiciado una nueva y extraordinaria oportunidad de revertir la decadencia económica de su país.

Lo que hay que entender a continuación es que el derroche de oportunidades para terminar con la crisis argentina de inflación crónica, ausencia de crecimiento e inversiones y graves dificultades en el mercado laboral con el consabido aumento de pobreza tienen la misma genésis en ambos casos: tanto Macri como Fernández tuvieron -convengamos que Fernández todavía está a tiempo de cambiar- el diagnóstico equivocado del origen del problema.
Y en eso, ambos gobiernos se parecen y también se diferencian: si bien partieron de diagnósticos equivocados, las recetas de ambos fueron distintas y ninguna funcionó.

Macri creía que las reformas estructurales no eran imprescindibles y que simplemente alineando el país hacia los países capitalistas occidentales llegarían inversiones, crédito, y que eso alcanzaría para resolver los problemas crónicos por los que la Argentina es única en el mundo: mientras que en los 90 los países en desarrollo -salvo contadas excepciones- lograron resolver el problema de la inflación, una generación más tarde Argentina sigue sin encontrar la salida.

Fernández, por el contrario, creía que resolviendo el problema de la deuda en dólares que le dejó Macri, la economía se “encendería” sola.

Pero pese a haber llegado a un muy conveniente acuerdo con los acreedores privados de deuda pública por el que no pagará prácticamente nada durante todo su mandato y a que muy probablemente logre también un aplazo de vencimientos de la deuda con el FMI y otros organismos internacionales, nada cambiará ni en la inflación crónica, ni en la falta de crecimiento ni en la falta de trabajo.

En definitiva uno creía que se resolvía el problema tomando mucha deuda y el otro, no pagando ninguna deuda.

Ahora habrá que ver cómo hará el presidente Fernández para recuperar las expectativas tan negativas que hay hoy sobre su gestión a menos de un año de haber asumido y hacer rebotar la aprobación de su gobierno, que, según la última encuesta de la Universidad de San Andrés, llegó a un impresionante 67 por ciento de positiva y un 28 por ciento de negativa al inicio de la pandemia, para bajar tanto que hoy, con 62 por ciento de negativa y apenas 35 por ciento de positiva, se puede decir que el consenso para reformar la economía argentina ya pasó a la historia.

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¿Pero por qué resolver el problema argentino requiere de tanto consenso político y comunicacional?

Tanto el mero alineamiento del país (solución Macri) como el tema de la deuda -en un momento en el que en el mundo los países en desarrollo se endeudan a tasas bajísimas, y a los desarrollados directamente les regalan el dinero- (solución Fernández) son lo que Peter Senge en la Quinta Disciplina denomina “shift the burden” o desplazar la carga: la culpa no la tienen los problemas estructurales, sino sus consecuencias, y culpando a las consecuencias, obtendríamos algún resultado.

Vayamos al diagnóstico. Parafraseando a Mario Vargas Llosa en Conversación en la Catedral y reemplazando “Perú”: ¿cuándo fue que se jodió Argentina?

El país adoptó en los 40 un esquema laboral calcado de una ley de la Italia de Benito Mussolini de 1927: la Carta del Lavoro, de por sí un esquema corporativista pactado por los sindicatos con las grandes empresas a instancias del “Duce”.

Desde entonces (un siglo atrás), y particularmente en las últimas dos décadas, ese esquema se fue haciendo aún más exigente y más rígido y no se dejó actualizar en ningún momento, a pesar de que el mercado laboral en el mundo cambió muchísimo en los últimos cien años.

Por el contrario, el esquema laboral argentino no contempla que el principal empleador en la economía son las Pymes, que precisan no solo impuestos laborales diferentes a las grandes empresas, sino un marco legal que las aliente a tomar empleo y no las ahuyente.

En números redondos: las Pyme explican el 80 por ciento del empleo privado, y las grandes, el 20 por ciento restante. Como para las Pyme el costo principal es la mano de obra, los altos impuestos al trabajo, sumados al hecho de que los convenios laborales se pactan entre las grandes empresas y los sindicatos sin tenerlas en cuenta, las empresas chicas y medianas tienen cada vez más limitado el acceso al mercado laboral.

Paralelamente, la “industria del juicio laboral” hace a las Pyme mucho más vulnerables que las grandes empresas. El desincentivo a que el principal empleador de la economía tome trabajo es enorme. Aun así, prolifera en el mundo Pyme el trabajo en negro, lo que agrega un enorme riesgo legal para las propias Pymes, además de desfinanciar el sistema previsional. Hoy ya la mayoría de los trabajadores argentinos está parcial o totalmente en negro o son cuentapropistas informales que no aportan a ningún sistema previsional. Tendencia al alza.

Al principio, la debilidad del mercado laboral en Argentina se fue compensando con empleo público. En muchas provincias, el Estado es el principal empleador. En algunas, prácticamente el único. En los 90, Argentina tenía dos millones de empleados públicos nacionales, provinciales y municipales. Hoy se acerca a 5 millones, a los que hay que sumarle casi 3 millones de nuevos jubilados que no aportaron al sistema previsional.

Además, cuando el crecimiento del empleo público tampoco alcanzó para resolver el grave problema laboral, aumentaron los planes sociales y la asistencia que debían paliar la expulsión de empleo del sector privado: las Pyme eran más de 600 mil hace 20 años y hoy quedará como mucho la mitad.

Como se ve, la debilidad del mercado laboral es lo que lleva a incrementar el gasto público el déficit y la inflación, aumentando la presión impositiva sobre las empresas y el empleo en blanco hasta hacerlo retroceder: aumenta el empleo en negro, en el mejor de los casos, o el desempleo, desfinanciando el sistema previsional, y el estado toma más empleo para reemplazar el mercado laboral.

Para agravar más este círculo vicioso, en medio de la pandemia se sumó una reglamentación al teletrabajo acorde con esos principios de la Carta del Lavoro de 1927: mientras en el mundo las empresas buscarán bajar costos aun después del distanciamiento social con teletrabajo, en Argentina esa modalidad se volverá prohibitiva y tendrá enormes limitaciones legales.

Y están en las gateras del Congreso toda una serie de agravamientos del mercado laboral que apuntan a desalentar aún más el empleo privado en blanco para después de la pandemia.

Como se ve, la inflación, la falta de crédito, la ausencia crónica de crecimiento e inversiones y el constante aumento de la pobreza tienen un solo origen: el problema del trabajo, y es imposible solucionar la crisis crónica argentina sin atacar el problema estructural de fondo como primera medida.

Ni tomando más deuda, ni dejando de pagar la deuda, ni aumentando más impuestos, ni controlando los precios ni prohibiendo la compra de dólares ni culpando al “bimonetarismo argentino” se resuelve nada sin encarar primero el problema de fondo que es el mercado laboral.

¿Qué tiene que ver todo esto con la pandemia y la comunicación?

Que en parte de manera consciente o en parte intuitivamente, la política entendió este mecanismo como una de las llaves de su poder. Esto es más extremo en provincias en las que el Estado es el principal o único empleador: el que controla el trabajo, controla la vida de la gente y su voto.

El sindicalismo también se aferra a este sistema con uñas y dientes, a pesar de que desde hace décadas los sindicatos del sector privado estén perdiendo masivamente afiliados, porque por el otro lado crecen significativamente los sindicatos de estatales y las organizaciones sociales.
El sistema se defiende a sí mismo como “conquista social” y fue hasta ahora exitosamente refractario a todo intento de reforma, como el de 2001 de Fernando De la Rúa, y el de 2018 de Mauricio Macri. Ninguno de los dos tenía mayoría en el Congreso (el Senado está controlado por provincias con mayoría de empleo público) pero, fundamentalmente, tuvieron y tienen en la opinión pública argentina una suerte de reaseguro de que la “flexibilización laboral” es tema tabú y prácticamente imposible.

Ninguno de los dos expresidentes supo explicar e instalar el tema en la opinión pública. De la Rúa tropezó con “la Banelco” (presunto intento de compra de voluntades en el Senado que aprovechó el sindicalismo para bochar la reforma), y Macri lo intentó en silencio, a espaldas de la opinión pública, casi en secreto, quizás temiendo que no iba a poder, y así su fracaso no sería tan sonoro. No se tuvo fe de que con liderazgo y comunicación la opinión pública podía cambiar y presionar a la política a aceptar que el trabajo requería una reforma estructural.

Tampoco entendió que el mercado laboral era la llave para resolver los otros síntomas de la enfermedad económica argentina.

Una encuesta en AMBA por el consultor y politólogo Damián Deglauve muestra la poca instalación del problema de la flexibilización laboral en la opinión pública argentina. Por eso es que una reforma laboral que podría ser la primera pieza del dominó que ayude a acomodar a las demás fichas requiere de consensos muy difíciles de alcanzar en la Argentina.

La oportunidad de Macri era, justamente, apelar a la comunicación de este problema central para lograr una instalación y un consenso en la opinión pública tan fuerte que la política solo tuviera la alternativa de aceptar resolver el problema.

Fernández, que inició su gestión en diciembre de 2019 con una aprobación aceptable, vio al principio de la pandemia incrementar su aprobación e imagen personal de manera vertiginosa, de forma que le hubiese resultado relativamente más fácil que a Macri encarar la solución estructural de fondo.

Más aún por ser peronista: nadie como el propio peronismo, junto a parte del sindicalismo, está en mejores condiciones de encarar la solución al problema.

Veamos el ejemplo de Alemania: hoy la demócrata cristiana conservadora Angela Merkel goza de los resultados de una profunda reforma laboral y del sistema de ayuda social y seguro de desempleo que le organizó hace 20 años el socialdemócrata Gerhard Schröder con el sindicalista Peter Hartz, jefe de delegados gremiales de la Volkswagen. Alemania llegó a la pandemia con 3 por ciento de desempleo.

Probablemente a los conservadores demócratas cristianos les hubiese costado más esa misma reforma laboral.

No fue muy diferente el caso de Brasil bajo el breve interinato de Michel Temer, vicepresidente de Dilma Rousseff: Temer provenía del centroizquierdista PMDB. Probablemente hoy el derechista Jair Bolsonaro no estaría en condiciones de imponer una reforma laboral como la que ya le dejó hecha el gobierno anterior.

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Ahora la pregunta del millón es: ¿estaría a tiempo el presidente Fernández de tomar el toro por las astas y encarar antes de que se lo proponga el FMI una reforma laboral propia que no sea descalificada como “receta del Fondo” y así convertirse en el presidente que supo resolver la crisis crónica argentina?

Siempre se está a tiempo, aunque el gobierno haya perdido la impresionante aprobación de la que gozaba a mediados de 2020. Con buena comunicación y emisores creíbles (un ministro de Economía o de Trabajo que sepa explicar didácticamente) y el apoyo de por lo menos parte del propio sindicalismo, con buena estrategia de comunicación, los consensos se pueden regenerar. La pandemia no terminó, y la crisis es suficientemente grave como para que la opinión pública -y especialmente la política- acepten soluciones innovadoras y estructurales.

Pero para conseguir la credibilidad necesaria para encarar esa solución desde un nivel de aprobación ya mucho más bajo, Fernández debería hacer lo que no supo hacer Macri: admitir que tenía un diagnóstico equivocado y ofrecerle a la sociedad la solución de fondo. Eso significaría ser autocrítico, y eso es algo que a los políticos argentinos les cuesta y mucho.

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