El “círculo rojo” ha venido construyendo en los últimos meses un curioso relato sobre quién manda en la Argentina, que sostiene que Cristina Kirchner es la que dirige, mientras que Alberto Fernández es un simple administrador del gobierno. Una imagen que no se compadece con los datos de la realidad y que solo contribuye a nublar los repetidos análisis.

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Informe estratégico sobre Argentina

Número 63 10 de julio 2020

No es Ella vs Él…son Ellos. El acuerdo entre Alberto y Cristina

El “círculo rojo” ha venido construyendo en los últimos meses un curioso relato sobre quién manda en la Argentina, que sostiene que Cristina Kirchner es la que dirige, mientras que Alberto Fernández es un simple administrador del gobierno. Una imagen que no se compadece con los datos de la realidad y que solo contribuye a nublar los repetidos análisis.

Por Matteo Goretti

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Esta visión, cercana al realismo mágico, incluye también la caracterización de ambos personajes y la relación entre ellos: el Presidente sin poder ni proyecto político, moderado, errante, sumiso, acorralado por su Vicepresidenta, ambiciosa, poderosa, vengativa, movilizada por su ideología y sus intereses personales, que mantiene la iniciativa y que controla el proceso de toma de decisiones.

Así, las acciones y declaraciones de Fernández y de Kirchner son interpretadas a la luz de este nuevo manual determinista, que circunscribe la realidad en la lucha entre los dos bandos antagónicos al interior de la coalición oficialista: los buenos, que no pueden hacer mucho porque no tienen poder, y los malos, que los dominan, y que logran imponer sus políticas.

Por supuesto, aquí no negamos la existencia de dos grupos, uno alineado con Cristina Kirchner y otro más cercano a Alberto Fernández. Pero, ¿son realmente tan diferentes?, ¿cuáles son los indicios para sostener que estamos ante un gobierno bifronte?

No debería sorprendernos que esta especie de novela de la tarde no haya encontrado constatación en los hechos. En efecto, las principales medidas del gobierno han sido apoyadas por los dos líderes de la coalición oficialista: el intento de intervención de la empresa Vicentín, la sinuosa negociación de la deuda externa, el anuncio del nuevo impuesto “a los ricos”, la estricta reclusión por el COVID-19, etc.

Incluso, el presidente Fernández ha tomado como propias las tradicionales batallas de Cristina contra el capitalismo, el sistema judicial, el campo y los empresarios.

Tampoco los dos bandos del peronismo han salido a disputar en los medios de prensa, con excepción de las críticas del ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, dirigidas a su par de la Nación, Sabina Frederic.

Resulta evidente que Alberto Fernández y Cristina Kirchner tienen un pacto y, en los hechos, que mantienen cierta distribución de temas, funciones, funcionarios y recursos políticos de acuerdo con sus intereses y objetivos. Pero todo como parte de un acuerdo, y no como resultado de la imposición. Podrán parecer diferentes, pero por ahora son lo mismo.

Incluso, en algunos casos el Presidente llegó a sobreactuar para mostrar tal cosa, por ejemplo, cuando sostuvo más de una vez que le consulta todo a su vicepresidenta, o cuando solicitó públicamente la pronta resolución judicial de los asuntos en los que está involucrada Cristina Kirchner.

Esto no significa que haya coordinación entre ellos, o un plan económico para sacar al país de la crisis; no es necesario para que Alberto y Cristina sean expresión de lo mismo. Tampoco supone que no haya conflictos en la coalición, que los hay. En todo caso, la duda está puesta en la viabilidad de un acuerdo político y electoral entre el que tiene la lapicera -el Presidente- y la que mantiene, por ahora, los votos -la Vicepresidenta.

El acuerdo entre ambos se expresa, sobre todo, en una visión compartida. Este es un dato fundamental para interpretar a Alberto Fernández y la orientación que ha tomado su gobierno.

En efecto, si nos detenemos en los principales hitos de su mandato, salta a la vista que Alberto Fernández casi siempre mostró una lectura binaria de los hechos, y generó una respuesta ideológica ante un problema o desafío de la realidad, como lo hace Cristina.

Por ejemplo, para justificar su plan de reclusión permanente por la pandemia el Presidente sostuvo que era un combate entre la vida y el dinero. Levantó la bandera de la “soberanía alimentaria” para intentar intervenir la empresa Vicentín. En política exterior, se peleó con los socios del Mercosur, apoyó al Grupo de Puebla integrado por ex presidentes “progresistas” jubilados, y confesó que extrañaba a Lula y a Chávez.

En un reciente mensaje a los empresarios, en vez de debatir con ellos cómo generar las condiciones para aumentar la inversión y el empleo para salir de la crisis, los conminó a replantear el capitalismo cuando finalice la pandemia.

En la misma línea, al festejar el día de la Independencia este 9 de julio, Fernández sostuvo que “vine acá para terminar con los odiadores seriales”, aunque no aclaró si se refería a la oposición política o más bien a integrantes de la coalición que él integra.

La posición de presidente-filósofo que decidió asumir Alberto Fernández desde la gestión pública se aleja de lo que él representaba durante la campaña electoral: un líder práctico orientado a la resolución de los problemas cotidianos y que mira más alla. Así, abandonó su discurso originario anclado en el futuro, adoptando referencias al pasado y la clásica lectura binaria entre buenos y malos. Tampoco encontramos en él la promesa de la tierra prometida, que caracterizó al peronismo desde sus orígenes.

¿Debemos culpar a Alberto Fernández por no ser lo que algunos pretendían que fuera, es decir, un líder que confronta con su mentora y que muestra vocación de crear algo propio y autónomo? No lo creo. En primer lugar, porque para gobernar se requiere de mayorías parlamentarias; ¿con quién las lograría el Presidente por fuera del kirchnerismo? ¿Con la oposición? Absurdo.

En segundo lugar, recordemos que Alberto Fernández prometió en campaña electoral “ser mejores”, no ser diferentes. La suya no fue una oferta de transformación, sino la de un pasado perfectible. Una nueva señal de que los argentinos hemos abandonado el sueño del progreso ante la demanda por resolver los problemas que arrastramos hace décadas, cuyo cumplimiento sigue pendiente.

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